Es
terrible darse cuenta de que uno tiene algo cuando lo está perdiendo.
Eso es lo que me pasó a mí con
mi hermano.
Mi hermano hubiese cumplido
ayer 31 años, pero murió hace 5.
Se había ido de casa a los 18,
yo tenía 5 años. Mi familia nunca le perdonó ninguna de las dos cosas, ni que
se haya ido, ni que se haya muerto.
Esto, si no fuera terrible,
hasta sería gracioso.
Pero no lo es, lamentablemente.
Perdonen si este párrafo es
confuso. Quiero contar toda la historia esta noche.
Mañana me voy.
Tal vez si logro repasar mi
historia en voz alta, aunque sea una vez, me sienta más liviano en el momento
de tomar el avión.
Pero no sé si podré.
I
Nosotros vivimos en San Isidro
en una de esas grandes casonas de principio de siglo, cerca del río.
La casa es enorme, de ambientes
amplios y techos altos, de dos plantas. En la planta baja, un pequeño hall, la
sala, el comedor con su chimenea, el estudio de mi padre, donde está la
biblioteca, la cocina y las habitaciones de servicio. En la planta alta están
los dormitorios, el de mis padres, el de mi hermano y el mío, un cuarto para
que mi madre haga sus quehaceres (siempre fue denominado así: para los quehaceres
de mi madre, he vivido toda mi vida en esta casa y no sé cuáles son los
quehaceres que mi madre realiza en ese cuarto) y un par de habitaciones vacías.
Obviamente también hay baños, dos por planta.
La casa está rodeada por un
gran parque, en la parte de adelante hay pinos y un nogal, detrás los rosales
de mi madre y sus plantas de hierbas. Mi madre cultiva y cuida sus hierbas con
un amor y una dedicación que creo no nos dio a nosotros. Estoy exagerando, pero
no mucho. Cultiva orégano, romero, salvia, albahaca, tres tipos de estragón,
tomillo, menta, mejorana y debo estar olvidándome de varias.
En la primavera y el verano las
utiliza frescas, un poco antes del otoño las seca al sol y las guarda en
frascos en un sitio oscuro y seco.
En realidad no sé por qué les
cuento esto, no tiene mucho que ver con nada y no es importante. Pero cada vez
que me imagino a mi madre, la veo arrodillada o con unas tijeras de podar, sus
guantes, un sombrero de paja o un pañuelo, hablándoles a sus plantas.
Uno de los momentos más felices
de mi niñez era cuando me llamaba y me pedía que la acompañara. Me explicaba
cuál era cuál, qué tipos de cuidados requerían, cómo curarlas cuando las
atacaba el pulgón o alguna otra plaga, o cómo podar el rosal.
No es que a mí me interesara la
jardinería particularmente, pero el solo hecho de que ella quisiera compartir
conmigo esa actividad a la que se dedicaba con tanto esmero bastaba para
hacerme sentir dichoso.
Podía quedarme horas doblado en
dos revolviendo la tierra, abonando las plantas sin importar el clima.
Tal vez cuando ustedes evocan
su niñez y sus momentos felices, recuerdan algún paseo o unas vacaciones. No
sé. Yo evoco el olor de la tierra y el de las hierbas. Aún hoy, tantos años
después, basta el olor del romero para hacerme feliz. Para hacerme sentir que
hubo un momento, aunque haya sido sólo un instante en que mi madre y yo
estuvimos comunicados.
* * *
Con mi padre la relación era, o debo decir es,
mucho más fácil. Yo me ocupaba de mis asuntos y él de los suyos. Me explico
mejor: Si yo me ocupaba de sacar buenas notas, hacer deportes (natación y
rugby), obedecerlo y respetarlo, no tendría ningún problema. El, bueno, él...
él se ocupaba de lo suyo, es decir de sus negocios y sus cosas, cosas que nunca
compartió con nosotros.
Mi
padre es, aún hoy con sus sesenta y cinco años, un tipo corpulento. Fue pilar
en el San Isidro Club en su juventud y, cuarenta años después, cuando yo jugaba
al rugby en las divisiones infantiles, había gente que lo recordaba. Tiene una
mirada terrible, una de esas miradas que bastan para que uno se sienta en
inferioridad de condiciones, una de esas miradas que hacen que su portador vaya
por el mundo pisando todo lo que le ponen en el camino. Supongo que no hace
falta decir el pavor que sentía ante la posibilidad que enfocara en mí sus ojos
azules asesinos.
Mi hermano había sido su
orgullo, el primogénito y el primer nieto de la familia. En las fotos de cuando
Ezequiel era chico y estaba con papá, hay una expresión de felicidad, una gran
calma y un indisimulado orgullo en los ojos de mi padre.
Ezequiel nació pesando más de
cuatro kilos, el pelo negro como el de mi madre y los ojos azules como los de
él. Era una perfecta síntesis de lo mejor de cada uno de ellos, la cara
ovalada, la nariz recta. Un precioso niño.
Cuatro años después mi madre
quedó otra vez embarazada, pero el bebé, una niña, murió en el parto. En ese
momento decidieron no tener más hijos. Después cuando mamá volvió a quedar
embarazada no lo podían creer. Ezequiel colmaba todas sus expectativas, era un
buen alumno, un hijo ejemplar, era todo lo que habían deseado. Se imaginarán
que de ese embarazo nací yo. Ezequiel me confesó muchos años después que me
odió por eso. Odió a ese bebe que no era ni grande, ni lindo (yo tengo la
combinación inversa; el pelo castaño de mi padre y los ojos marrones de mi
madre). Me odió por haber llegado a romper esa química, por haberlo desplazado
del centro de atención en el que estaba hacía trece años, hacia la periferia.
II
Seguro que mi primer recuerdo
es ése. El del día que Ezequiel se fue de casa. No es que recuerde exactamente
la situación, pero sí que yo estaba en mi cuarto y no podía salir; y una cierta
tensión en el aire.
Después no vi más a mi hermano
hasta la primera fiesta, creo que era el cumpleaños de mamá.
Cuando preguntaba por él me
contestaban que estaba estudiando, o con alguna de esas evasivas tan típicas de
mi familia.
Yo ya sabía que no vivía más
con nosotros, está claro que no se le puede ocultar algo así a un chico, por
más que tenga cinco años. Había revisado, a escondidas, su habitación y sabía
que no estaba su ropa, es más, yo me había llevado su Scaletrix, que jamás
quiso prestarme, y al no reclamármelo intuía que algo no era normal.
Mentiría si dijera que eso me
inquietó. Sólo era una situación nueva, distinta de la habitual. Y me proponía
disfrutarla.
* * *
Durante los años que vivimos
juntos yo admiraba a Ezequiel, él era mi héroe, era grande, fuerte, todos le
prestaban atención cuando hablaba.
Lo trataban como a alguien
importante. Como a un adulto.
No sabía entonces, y por cierto
que no lo sé ahora, cuáles son los mecanismos que mueven la mente de los niños.
Pero supongo que sentí que al no estar mi hermano en mi casa automáticamente toda
esa atención caería en mí. Eso de algún modo fue cierto, no como yo lo
esperaba, pero sucedió.
Al no estar Ezequiel en casa,
yo gané un gran espacio pero no por presencia propia sino por su ausencia.
Mis padres pensaban que ya que
se habían equivocado con mi hermano, no cometerían esos mismos errores conmigo.
* * *
Dije antes que mi primer
recuerdo es de cuando Ezequiel se fue de casa, y es cierto. Pero tengo lo que
yo llamo "recuerdos implantados", esas anécdotas que se comentan en
las reuniones, habitualmente en tono jocoso, año tras año. Así pude enterarme
de que, estando enfermo, a los tres años no había forma de dormirme, sólo lo
hacía si Ezequiel me acunaba y me cantaba una canción.
Bueno, ese tipo de cosas. Ustedes ya saben, las
familias se encargan de que sepamos todo tipo de anécdotas, por tontas que
sean, más si nos abochornan (estas últimas no pienso mencionarlas aquí).
III
Se supone que a los amigos se
los elige. A Mariano yo nunca supe si lo elegí o si cuando llegué al mundo
simplemente él me estaba esperando.
Su padre había sido compañero
de estudios del mío, se hicieron amigos, tuvieron algunos negocios en común y
aún hoy se encuentran todos los sábados a la mañana en el club para jugar al
tenis.
Con Mariano estuvimos juntos
desde el jardín de infantes, durante casi todo el colegio primario nos sentamos
juntos, íbamos al mismo club. Hasta un poco después de mis 11 años fuimos
inseparables.
Una tarde volvía de su casa
hacia la mía. Eran cerca de las seis. Caminé las dos cuadras que las separaban
pateando las hojas caídas de los árboles, por eso recuerdo que era otoño.
Habíamos ido juntos al colegio
y luego al club, estoy seguro porque entré a mi casa por la puerta de la cocina
dejando mis zapatillas embarradas en el lavadero. Entrar por la puerta
principal embarrando el piso era causa suficiente para ser desheredado.
Por eso recuerdo tan claramente
que entré por la cocina.
Por eso no me oyeron entrar.
Iba caminando hacia mi cuarto y
al pasar frente a la puerta del despacho de mi padre escuché la voz de
Ezequiel, abrí la puerta para saludar y vi a mi madre con la cara entre las
manos, levantó la vista al oír la puerta y tenía los ojos llenos de lágrimas.
Yo no entendía qué era lo que
estaba pasando, busqué a mi alrededor alguien que me explicara algo. Ezequiel
bajó la vista y no me devolvió la mirada.
El que si me miró, y cómo, fue
mi padre. Tenía esa mirada que yo había tratado toda la vida de evitar.
—Andá a tu cuarto —me dijo. Me
quedé inmóvil. No entendía nada.
¿Por qué mamá estaba llorando?
¿Por qué Ezequiel no me saludaba?
AN- DÁ- A– TU- CUAR- TO- TE-
DI- JE- Creo que si una serpiente de cascabel hablara sería más dulce que mi
padre. Había tanta ira en cada una de esas sílabas, que no esperé que me las
repitiera. Cerré la puerta y subí corriendo. A pesar de los años transcurridos,
recordé el día en que Ezequiel se fue de casa.
Las dos veces había estado
confinado en mi cuarto, pero esta vez lo que flotaba en el aire no era tensión,
era violencia.
No sé qué habrían hecho
ustedes, pero lo primero que hice fue llamar a Mariano.
Atendió la madre:
—¿Vos no sos el mismo que hasta
hace 15 minutos estuvo con él?— se burló—. Ya te paso.
Cuando Mariano se puso al
teléfono le resumí la situación lo mejor que pude y se rió bastante con mi
imitación del "an-dá-a-tu-cuar-to-te-di-je".
Cuando pudo parar de reír me
dijo:
—Me parece que tu hermano la cagó otra vez
IV
Con Mariano nos habíamos
enterado hacía un año de los motivos que desencadenaron que Ezequiel se fuera
de casa. Nos enteramos de todo porque, ya lo he dicho, nuestros padres eran
amigos, el padre de Mariano se lo contó a su madre y ella a Florencia, la
hermana de Mariano tres años mayor que nosotros, como ejemplo de las cosas de
las que se debía cuidar. Una vez que lo supo Florencia a que lo supiéramos
nosotros hubo un solo paso. Extorsión mediante, debo decirlo. Florencia siempre
ha sido buena para hacer negocios.
La historia fue así: Ezequiel
salía desde los 15 con una chica llamada Virginia, también el padre de ella era
amigo de papá. En el ambiente donde nosotros nos movemos es difícil
relacionarse con alguien si nuestras familias no lo están de alguna manera, o
son compañeros del club de papá, o lo fueron de estudios, o tienen negocios en
común, o nuestras madres son amigas, etc. En resumen, Ezequiel salía con
Virginia, que hasta había estado unas vacaciones con nosotros en el campo de la
abuela. Esto no es un "recuerdo implantado", he visto fotos, ya que
el nombre de Virginia ha dejado de mencionarse en nuestra casa.
Me estoy yendo por las ramas.
El tema es el siguiente: Virginia quedó embarazada y el embarazo fue
interrumpido.
Cuando el padre de Virginia se
enteró, fue a pedirle explicaciones a papá y a exigirle que Ezequiel se casara
con su hija.
Papá, con el buen humor que lo
caracteriza (estoy siendo irónico), quiso obligar a Ezequiel a casarse con
Virginia.
Ezequiel dijo que no, que ni
loco, la discusión fue subiendo y subiendo de tono, hasta terminar con Ezequiel
yéndose de casa y abandonando sus estudios.
—Me parece que tu hermano la cagó otra vez —me dijo
Mariano y yo me quedé pensando si no tendría razón
V
Esa noche no me llamaron a
cenar. A la mañana siguiente en el desayuno nadie habló, algo que era bastante
habitual.
Pero las caras de mis padres
expresaban que no habían dormido.
Obvio que tampoco pregunté
nada. Lo lógico hubiese sido que yo dijera:
—Miren, está todo bien, yo soy
parte de la familia, Ezequiel es mi hermano, si se mandó otra cagada tengo
derecho a saberlo. No me parece justo estar enterándome por terceros. Además ya
tengo 10 años. Me merezco una explicación. Así que cuéntenme todo.
Ya lo dije, no pregunté nada.
Valoraba lo suficiente mi pequeña vida como para desafiar a mi padre.
Si bien es cierto que el nombre
de Ezequiel no se mencionaba habitualmente en casa, después de ese incidente la
sola mención de su nombre provocaba chispas.
Yo no tenía idea de lo que
podía haber pasado, la actitud de mis padres me sonaba exagerada. Mi madre había
descuidado su jardín, algo que se notaba a simple vista. Y mi padre...bueno, su
malhumor superaba todo lo imaginado.
Me dediqué, aprovechando que
nadie me prestaba atención, a espiar sus conversaciones y ...nada. Lo único que
escuchaba era a mi madre llorar y a mi padre insultar y decir a cada rato:
—¿Por qué a mí? ¿Por qué, eh?
Después enumeraba todo lo que le había dado a Ezequiel, colegios, viajes,
deportes, etc. Parecía tener todo anotado en algún lugar, una suerte de
inventario educacional.
Yo creí que mi hermano le había
hecho algo directamente a él, después de todo mi padre no preguntaba: ¿por qué
a nosotros? sino ¿por qué a él?
Con Mariano nos propusimos
avanzar hasta el fondo del asunto, pero por más que intentamos sobornar a
Florencia ella tampoco pudo averiguar nada. Si no se lo habían contado al padre
de Mariano debía ser más grave de lo que imaginábamos.
Sólo tenía dos opciones:
preguntarles a mis padres o a Ezequiel.
Opté por la segunda.
Lo único que faltaba resolver
era cuándo. Yo nunca había ido a la casa de Ezequiel, es más, tampoco sabía
donde vivía. Tardé 3 ó 4 días en encontrar su dirección en una libreta de mamá.
Entonces me dispuse a hacer un viaje, un viaje en el 60, un viaje en colectivo.
De San Isidro a Palermo. Un viaje de 40 minutos.
Un viaje que cambiaría mi vida para siempre.
VI
En la literatura hay una gran
tradición de viajes, no me refiero a los espaciales ni a los de piratas, sino a
esos viajes que los protagonistas realizan para volver al mismo lugar pero
transformados.
Si algún día se escribiera la
novela de mi vida, suponiendo que tuviera interés para alguien, habría que
dedicarle gran espacio a ese viaje que ni siquiera me acuerdo en qué fecha
realicé.
Ese día fue la primera vez que
mentí a mis padres. Mariano, que sabía adonde iba, se ofreció a cubrirme. Se
suponía que yo iba a estar en su casa un rato antes de nuestro entrenamiento de
rugby, lo que me daba un poco más de tres horas para ir y volver.
Para ser fiel a la verdad debo
decir que en ningún momento se me pasó por la cabeza la posibilidad de que
Ezequiel no estuviera en su casa. Yo iba a pedirle explicaciones acerca de lo
que estaba haciendo infeliz a mi familia, su obligación era la de estar. Y
estaba.
Cuando abrió la puerta del
departamento saltó sobre mí un enorme perro siberiano (no era tan enorme, me di
cuenta después, es que yo nunca me llevé bien con los perros, ni ellos
conmigo).
—No...no sabía que te...tenías
un perro— tartamudeé, mientras me lamía la cara.
—Están iguales — contestó—, él
no sabía que yo tenía un hermano. ¿Pasás? ¿O te pensás quedar en la puerta?
Pasé. Entramos directamente al
comedor y me senté en una silla. Se hizo un silencio incómodo, largo. Él lo
rompió.
—¿Los viejos saben que estás
acá?
Negué con la cabeza.
—Muy bien, muy bien. Las nuevas
generaciones aprenden rápido. Yéndote de casa sin permiso a los 10, me imagino
qué cosas harás a mi edad— dijo y se rió.
Eso me molestó. Yo estaba ahí
para pedirle explicaciones. No para que él me las pidiera a mí. Yo estaba ahí
para saber qué era lo que había hecho ahora ese desalmado que hacía que mi madre
llorara todo el día. Me armé de valor y le dije:
—¿Hace mucho que lo
tenés...este...digo...al perro?
Ezequiel se puso serio por
primera vez. Antes estaba divertido por mi presencia, sabía que había ido a
buscar algo, y que no me atrevía a preguntar. Pero igual me contó la historia.
—Hace poco más de un año y
medio, fui con Nicolás a la casa de una amiga suya. ¿Te acordás de Nicolás?
Bueno, no importa. Lo importante es que la amiga criaba perros siberianos. Éste
se llama Sacha. Era el más chiquito de la cría, el último que nació. Por eso lo
iban a matar.
—¿En serio lo iban a matar? Si
es hermoso.
—Sí que es hermoso, ¿no es cierto?— dijo acariciándolo—. Pero a los
últimos de cada cría los criadores los matan, son los más débiles, los menos
puros de la raza. Los criadores viven de la pureza, ese es su negocio, no les
conviene que haya perros impuros dando vueltas por ahí. Si vos conocés a otros
perros de esta raza, te podés dar
cuenta que éste tiene las orejas un poco más grandes y...
—Tiene los ojos marrones—
interrumpí.
—Eso no tiene nada que ver.
Además a mí me gustan así marrones. Hay un cierto aire de verdad en los ojos de
los perros siberianos, como si supieran nuestros secretos. Bah, esto es un
delirio mío, no me hagas caso.
—Pero lo que no puedo creer es
que los maten.
—La gente no entiende nunca al
que es diferente. En una época los metían en manicomios, en otras en campos de
concentración— suspiró—. La gente le tiene miedo a lo que no entiende. Si la
sociedad margina a los que son diferentes, qué destino puede tener un perro que
tiene las orejas un poco más grandes.
Otra vez se hizo silencio. Yo
lo rompí.
—¿Por qué los viejos están tan
enojados con vos?—Pregunté rápidamente y casi sin respirar.
—Porque tengo SIDA— contestó
VII
Aquella tarde, después de
bajarme del colectivo (algunas paradas antes), me quedé dando vueltas por el
barrio.
Mi barrio, en el que había
vivido toda mi vida, me parecía distinto. Como una gran escenografía. Y yo era
un actor en esa obra. Un actor de reparto.
Me sentía liviano y pesado a la
vez, si es que acaso eso es posible. Tenía frío y calor. Transpiraba y las
orejas me ardían.
Mucho más tarde de lo que
debía, me decidí a ir a casa. Ensucié mi ropa deportiva para no levantar
sospechas y traté de encontrar alguna excusa convincente para explicar mi
demora. Nunca me habían pedido explicaciones, pero al saber que tenía que
mentir, me sentía en inferioridad de condiciones.
En casa no había nadie.
Encontré una nota en la puerta de la heladera explicando que mis padres habían
salido, no recuerdo a dónde, y que la cena estaba en la heladera para calentar
en el microondas. No cené.
Subí a mi cuarto, tenía mucho
en que pensar. No sé cuanto tiempo estuve así, tirado en la cama y con la luz
apagada. Hasta que sonó el teléfono.
—¿Hace mucho que llegaste? Creí
que me ibas a llamar. ¿Cómo te fue?— obviamente era Mariano.
—No, llegué recién— fue todo lo
que atiné a decir.
—¿Y? Contáme qué te dijo...
—Nada...no...no estaba. Eso, no
estaba —mentí de la forma más convincente que pude.
—¿Y por qué tardaste tanto en
volver?
Así son los amigos, uno quiere
estar solo, pensar, terminar una conversación y ellos lo someten a uno a un
interrogatorio.
—Lo que pasa...es...es...que me
perdí. Me perdí. No encontré la parada del colectivo para volver. Me fui
caminando para el otro lado —realmente ni yo me lo creí, mi voz estaba toda
temblorosa, muy poco convincente.
—¿Te pasa algo, estás un poco
raro? —insistió él.
—Estaba yendo para el baño
cuando sonó el teléfono.
—Ah, bueno —Mariano se rió—.
Andá tranquilo no quiero que te ensucies los pantalones por mi culpa. Nos vemos
mañana.
Y cortó. Por fin.
Tenía muchas cosas en qué
pensar, muchas cosas que no entendía.
Prendí la tele, buscando algo
que me distrajera un poco. El lío que tenía en la cabeza era como un gran
ovillo que no tenía ni principio, ni final. Al menos por el momento. Al menos
para mí.
Me encontré mirando "Tarzán en New York", una de esas tantas
películas horribles, con uno de esos tantos tarzanes horribles. La historia era
así, unos cazadores capturaban a Chita y la subían a un barco. Tarzán se subía
a otro barco para ir arescatarla,
y el barco lo llevaba a Nueva York. Al llegar, se tiraba al río y se trepaba al
puente (ése que aparece en todas las películas) y se quedaba parado con
expresión de oligofrenia), mientras los autos pasaban y la gente le gritaba
cosas en un idioma que él no entendía. Después se enganchaba a una rubia
fenomenal (Jane) y rescataba a Chita. Pero eso no es lo que importa. Lo que
importa es que yo me sentía como Tarzán en el puente.
Desnudo y rodeado de cosas que no entendía
VIII
Ezequiel me observó un buen
rato y después siguió acariciando a Sacha.
PorquetengoSIDAporquetengoSIDAporquetengoSIDA.
La frase me retumbaba en la cabeza.
PorquetengoSIDAporquetengoSIDAporquetengoSIDA. Yo tenía la boca abierta y una
expresión de alelado total.
—¿Cómo te contagiaste?
—pregunté en un hilo de voz.
Me miró fijo. Tenía un brillo
en los ojos que yo conocía bien. En ese momento me di cuenta cuánto se parecía
a mi padre. Mucho más de lo que cualquiera de los dos fueran capaces de
admitir.
—Bien, bien, bien. Por fin nos
sinceramos. Acá tenemos a un futuro criador de perros. ¿Te mandó tu padre?
—hizo silencio un momento, yo no me sentía capaz de balbucear nada.
—¿Acaso tiene importancia cómo
me contagié? —continuó—. Digno representante familiar hacer una pregunta tan
imbécil. ¿Qué estás esperando que te diga? ¿Qué soy homosexual? ¿Drogadicto?
¿Qué me contagió el dentista? ¿Eh? ¿Vos creés que eso tiene alguna importancia?
Lo único que realmente tiene importancia, es que me voy a morir, que no sé
cuánto tiempo de vida tengo. Y que por más que viva eternamente nunca voy a
poder tener una vida normal.
"Estás siendo injusto
conmigo", pensé, "me escapé de casa para venir a verte, vos sabés muy
bien qué me puede pasar si papá se entera que estoy acá. Soy tu hermano, no
tenés derecho a hablarme así. No te quería ofender, en serio, no sabía que
hablar de esto te molestaba. Discúlpame. ¿Homosexual, drogadicto? ¿De qué estás
hablando? No te quería molestar".
Pero dije: —Mejor me voy.
Y me fui.
IX
—Anoche no cenaste —dijo mi
madre cuando bajé a desayunar.
—No me sentía bien, no es nada,
ya pasó.
—¿Nada? Para que vos no
cenes...Si querés podés faltar al colegio.
—En serio mamá, no es nada —y
la abracé, la abracé muy fuerte. Nosotros no somos de esas familias que se la
pasan besándose y abrazándose. Por eso ella me miró extrañada.
—¿Y eso? ¿Te agarró un ataque
de cariño? ¿Seguro que querés ir al colegio?
—Sí, mamá —le dije con mi mejor
expresión de fastidio. Realmente prefería ir al colegio a quedarme en casa.
Quería tener la cabeza ocupada en algo, aunque ese algo fuera la profesora de
matemáticas.
En el colegio estuve
insoportable. Tenía miedo de que Mariano se diera cuenta de que estaba
preocupado y comenzara con uno de sus interrogatorios, en los que siempre
lograba ganarme por cansancio.
Necesitaba tranquilidad para pensar algo que me estaba dando vueltas en
la cabeza desde la noche. Si a Ezequiel no le importaba lo que a mí me pasara,
a mí no tenía que importarme él. Después de todo yo nunca había tenido un
hermano, nunca había contado con él. Había vivido la mitad de mi vida sin él y
podía seguir así tranquilamente. No me importaba que tuviera SIDA o lo que
fuera. Si era por mí, Ezequiel se podía ir a la mismísima mierda.
X
—¿Una partida?
Así era desde hace años. Mi
padre se acercaba y decía "¿una partida?", en un tono que se
asemejaba más a una orden que a una pregunta. Yo contestaba: "si,
papá". Aunque estuviera haciendo la tarea, jugando o mirando la tele, me
levantaba, caminaba hasta su estudio y me disponía a aceptar otra sesión de
ajedrez.
"Mens sana in corpore sano". Este era el axioma de mi padre. Me obligaba a hacer deportes, a jugar
al ajedrez (al menos una vez a la semana) y me sometía a largas sesiones de
música clásica. Mi padre amaba esa música, en especial a Wagner, y quería
trasmitirme ese amor.
No lo logró. Salvo Bach o
Mozart, o las sonatas de Beethoven, esas horas que dedicaba a hacerme escuchar
música se parecían más a una tortura que a un placer.
—Jaque mate. Hacía mucho que no
te ganaba tan rápido. Estás desconocido.
—Es que...jugaste muy bien
papá.
—No me mientas, yo te enseñé a
jugar, sé que no estás concentrado —y frunció el ceño.
Esos son los momentos en la
vida en los que parece que los segundos duran años, y en los que me odiaba por
no tener una imaginación frondosa.
—Es que...estoy pensando en mi
cumpleaños.
—¿Tu cumpleaños? Pero si faltan
como veinte días —y se rió—. ¿No tendrás algún problema en la escuela?
Lo negué. No recuerdo cómo continuó la conversación, pero habíamos
entrado en un terreno que me favorecía. Siempre fui un buen estudiante, la
escuela era uno de los pocos lugares donde me sentía seguro de salir bien
parado. Insisto, no recuerdo cómo terminó la conversación. Pero conociendo a mi
padre estoy seguro de que fue comprometiéndome a otra partida al día siguiente.
XI
En esos días comencé a tener
una pesadilla que me persiguió por años.
Un viajero sediento camina por el desierto, ve la sombra de un ave de
rapiña, pero no al ave. Si mira hacia el cielo el sol lo ciega. Sólo ve la
sombra amenazante haciendo círculos cada vez más cerrados, cada vez más cerca.
XII
El domingo de esa semana vino a
visitarnos la abuela, lo recuerdo bien.
Ella vivía en el campo, y tenía
un departamento en Barrio Norte, que utilizaba cuando venía a la ciudad por
algún motivo. Nosotros la visitábamos al menos una vez por mes, y pasábamos el
fin de semana en su casa.
Yo amaba esos días. Días de
levantarse temprano para ayudar en el ordeñe. Días de andar a caballo y comer
manzanas que arrancaba del árbol.
Era muy raro que mi abuela
dejara su casa un fin de semana, sólo lo hacía de lunes a viernes y trataba de
volver al campo en el día.
Era común sí, encontrármela un
miércoles a la salida de la escuela y almorzar juntos, ella se apuraba en
regresar temprano.
—Ya estoy vieja para manejar
con tanto tránsito —decía y se reía—, mejor temprano a casa que mañana hay que
madrugar.
Ese domingo, ni bien llegó a
casa, mi padre la sometió a un interrogatorio preguntándole por qué había
venido, si se sentía bien, si tenía algún problema, etc. Mi abuela lo toleró un
buen rato hasta que le contestó algo así como que estaba bastante grande para
responder esas cosas y que creía que podía venir a nuestra casa cuando
quisiera. Mi padre se quedó mudo, y mi madre y yo también, era la primera vez
que yo veía a alguien contestarle así a mi padre y dejarlo sin palabras. En ese
momento sentí que quería a mi abuela un poquito más que antes.
* * *
Almorzamos pollo con hierbas,
frutas y alguna cosa más. El almuerzo transcurrió como transcurren
habitualmente este tipo de encuentros, charlas sobre el tiempo, el colegio, las
vacaciones pasadas, las que vendrán.
Estuve todo el tiempo divertido
contemplando a mi abuela, me duraba el asombro por la forma en que había
tratado a mi padre. Después del café, continuamos nuestra conversación en la
sala, hasta que mi abuela se levantó para ir a sentarse al jardín.
Durante un rato la observé
desde la ventana de mi habitación, sentada sobre el banco de piedra a la sombra
de los pinos, después me decidí a acompañarla.
—Tu padre se asombra de que
venga a almorzar un domingo con ustedes, pero siempre que vengo me hacen lo
mismo de comer: ¡pollo con hierbas!
Nos reímos, era cierto. Desde
hacía años cuando alguien venía a comer mi madre cocinaba lo mismo. Variaba los
acompañamientos y las entradas pero no el plato principal. Era algo muy
extraño. Rara vez mi madre repetía un menú durante el mes cuando cocinaba para
nosotros, es más, es una excelente cocinera. Nunca un plato tuvo dos veces el
mismo sabor, siempre modifica algo, siempre encuentra algún ingrediente que
modificar, aun en cantidades ínfimas, "tal vez media cucharadita más de
paprika", o cosas por el estilo.
De ahí que resulte más ridícula su obsesión por el pollo con hierbas;
aunque para hacer honor a la verdad, siempre estaba exquisito.
Cuando
paramos de reír, hablamos de lo que siempre hablábamos entre nosotros: el
campo.
Me contó acerca de Noche, una
yegua que a mí particularmente me gustaba. Siempre en mis visitas, hiciera frío
o calor, con lluvia o con sol, iba hasta el corral, me acercaba despacio, le
daba terrones de azúcar, la acariciaba y recién después la montaba. Era una
suerte de ritual que compartíamos, Noche me miraba llegar y seguía en lo suyo,
no levantaba las orejas, no hacía ningún gesto. Esperaba. Yo sabía que ella
disfrutaba de nuestros encuentros tanto como yo, no podría explicar cómo, pero
lo sabía.
—Me enteré que fuiste a la casa
de Ezequiel —dijo mi abuela de repente.
Me quedé de una pieza. Miré
desesperadamente alrededor. Si mi padre se enteraba era capaz de encerrarme en
un convento y hacerme monja.
—Quédate tranquilo, no les dije
nada a tus padres— dijo leyéndome el pensamiento.
—¿Y vos co..cómo te..te
enteraste? —tartamudeé.
—Lo leí en el diario —y se rió.
Yo no pude ni siquiera esbozar
una media sonrisa, estaba esperando que la tierra se abriera y me tragara.
—Me lo contó Ezequiel, por
supuesto.
—¿Ezequiel?
Eso realmente no entraba en mi
cabeza. No me lo imaginaba llamando a la abuela para contarle que yo lo había
ido a ver. No lo podía creer.
—Sí claro, Ezequiel. Tu
hermano. ¿Sabes quién es, no?
Otra vez silencio. Otra vez
angustia. Todo parecía indicar que la angustia no me abandonaría.
Desde mi visita a su casa
trataba de olvidarlo, de que todo volviera a ser como antes, de que mi hermano
volviera a ser una referencia lejana, alejada de nuestra vida cotidiana. Ese
nombre apenas susurrado por mis padres. Y esa presencia ineludible en las
reuniones familiares, en las que mis padres se empeñaban en mostrar que nada
era anormal, pero no podían evitar que se notara su incomodidad.
—Yo lo veo seguido, al menos
una vez por semana. Y ante mi cara de sorpresa prosiguió:
—No, no te sorprendas. Es mi
nieto. Que se haya ido de la casa de tus padres no cambia las cosas. Es más, a
mí me parece una cosa totalmente natural, no puedo entender por qué hacen tanto
escándalo. Si vos te pelearas con tus padres, yo te seguiría queriendo igual,
es algo totalmente lógico. Es hasta tonto tener que explicarlo. ¿Lo vas a
seguir visitando?
—No... no creo.
—Es una pena, me puse tan
contenta cuando me enteré de tu visita... Ezequiel también, claro. Aunque sé
que terminó de una manera un poco, cómo decirlo, abrupta. Fue un buen gesto de
tu parte ir. Yo pensé que todo iba a ser como antes, después de todo él te
enseñó a caminar y me acuerdo de que vos sólo te dormías si Ezequiel te cantaba
una canción...
—Basta con eso, por favor —no grité pero mi voz salió de una manera
rara, tal vez fue
por la angustia de todos esos días o no sé por qué, pero mi voz sonó distinta,
como si fuera otro.
Pude ver la cara de sorpresa de
mi abuela. Eso me armó de valor para continuar.
—Basta con eso, por favor —esta
vez con mi voz normal—, la semana que viene cumplo once años y todo lo que me
podés decir de Ezequiel es que me enseñó a caminar y que me cantaba una canción
cuando yo tenía tres años. Una canción que ni siquiera sé cual es. Lo único que
tenemos en común los dos son nuestros padres, después nada más, abuela. Nada
más. Nos separa un abismo.
—Tal vez lo bueno de los abismos sea —concluyó la abuela— que se pueden
hacer puentes para cruzarlos.
XIII
Después de que se fue la
abuela, me quedé dando vueltas y vueltas en mi cuarto. No sabía qué hacer, pero
sí sabía lo que no quería hacer: pensar.
En mi cabeza se agolpaban
Ezequiel y mi padre; puentes y abismos, y a pesar de no haber sido mencionado
en nuestra charla, el SIDA y el ave de rapiña.
En la televisión daban El Mundo
de Disney. Nada lograba deprimirme más. Esos brillos, fuegos artificiales y
sonrisas de la presentación me producían dolor de estomago.
Busqué, entonces, un libro;
todos los que me interesaban ya los había leído, algunos releído. Los que
quedaban eran esos libros, típicos regalos de cumpleaños, que el abuelo de
alguien leyó a los ocho años y le gustó, entonces a los ocho años del padre de
ese alguien le regalan también ese mismo libro, y obviamente el pobre alguien a
los ocho recibe también ese mismo libro acompañado de una frase de este estilo:
"Seguramente lo disfrutarás mucho, pequeño alguien, tu abuelo y yo, (o tu
padre y yo depende), lo hemos disfrutado mucho también". A nadie le
importa que hayan pasado al menos 50 años y que no todos los libros resistan el
paso del tiempo.
De esa lógica, a regalarlo en
el primer cumpleaños, hay un paso muy corto que se da habitualmente.
Decidí ir a comprarme un libro
a la librería del Shopping. No lo sabía en esos años y no estoy seguro de estar
en lo cierto ahora, pero sospecho que uno se hace lector para completar lo
inacabado. Para completarse.
Y así conforme van pasando los
años van cambiando los gustos y nos parece mentira que hayamos disfrutado
ciertos textos, que después creemos execrables.
Seguramente no pensaba en esto
cuando caminaba por San Isidro para ir a buscar un libro que me liberase de la
angustia.
Sí recuerdo mi desazón cuando
llegué a la librería, pregunté por Clara y me contestaron que tenía franco.
Habitualmente las embarazadas nos inspiran dulzura, la embarazada que me
informó que Clara no estaba y agregó con su mejor sonrisa Mac Donald's:
"¿Te ayudo en algo, tesoro?", me inspiró repugnancia. Supongo, a la
luz de los años, que la buena mujer tal vez no era tan desagradable, pero yo a
Clara le debía el haberme hecho lector. Ella siempre me había recomendado
buenos libros y sabía cuáles darme según mi ánimo.
Gracias a ella descubrí autores
que mis amigos, aun los más lectores, ni siquiera rozaron.
Creo que ella fue mi primer
amor. Yo suponía que esos libros eran sólo para mí, que no tendría otros
clientes a quienes recomendárselos. Tal vez no fue tan bueno que yo me hiciera
lector a su imagen y semejanza, y que ella me ahorrase los dolores de cabeza.
Nunca lo sentí así. Siempre creí que tenía una especial percepción para saber
lo que yo iba a disfrutar, y estoy seguro de que ella disfrutaba
recomendándome.
Ese domingo en que ella no
estaba, no encontraba qué leer. Tal vez por mi estado de ánimo, tal vez por mi
dependencia.
Revisaba todos los estantes aún los de los chicos más pequeños. Me
entretuve buscando a Wally, o algo parecido, a pesar de que nunca me gustaron
esos libros. Y de repente me encontré con una pila de María Elena Walsh.
Los
abrí, los hojeé. En uno de ellos, no recuerdo en cuál, me encontré leyendo o
cantando o no sé: "Mírenme soy feliz/ entre las hojas que caen/ cuando
atraviesa el jardín/el viento en monopatín". La canción del jardinero. La
canción con la que me acunaba Ezequiel.
Sentía su voz en mi cabeza.
"Yo no soy un bailarín/ pero me gusta quedarme/ quieto en la tierra y
sentir/ que mis pies tienen raíz". Ezequiel.
Y otra vez la sombra del ave de
rapiña, cada vez más cerca.
Creo que me mareé, o no sé bien
que pasó. Lo que recuerdo es la pila de los libros en el piso. Toda la obra de
María Elena Walsh tirada. La cara de espanto de la embarazada y yo corriendo
como alma que lleva el diablo. Supongo que todos pensaron que me había robado
algo.
Sé que no paré de correr hasta
el río. Lloraba. No me podía sacar de la cabeza la cara de la gorda, el ave de
rapiña, los libros en el piso.
Y la voz de Ezequiel cantando: "Aprendí que una nuez/ es arrugada y
viejita/ pero que puede ofrecer/ mucha mucha mucha miel". XIV
Mirando a lo lejos parece que
el río y el horizonte fuesen uno. No faltaba mucho para que acabara la tarde.
El gris plomizo de las nubes se fundía en el marrón claro del agua.
Todo estaba en calma.
Ni el agua se movía en la
orilla, donde el río se hace barro.
Algunos años atrás, cuando las
aguas no estaban tan contaminadas, a esta hora las familias se demoraban en
irse luego del pic-nic del domingo.
Es increíble como cambia todo.
La última vez era tan distinto;
el río, los árboles, las piedras.
Me senté en una piedra a un par
de metros del agua. Desde ahí con la vista en el río parece que no hubiera nada
más en el mundo, sólo la extensión marrón interminable y yo.
Hay muchos que piensan que
nuestro destino ya está escrito, que ninguna de nuestras acciones es fruto del
azar, que nada de lo que hagamos puede modificar nada. Me cuesta creerlo.
Me cuesta creer que toda esta
confusión es sólo producto del destino.
Me gustaría que mi todo
volviera a estar en orden, tranquilo como hoy está el río.
No sentirme tironeado por
obligaciones y deberes que no sé si son correctos.
Pero ¿qué es lo correcto?
Indudablemente obedecer a mis padres. Ellos hacen lo mejor por mí.
Aunque también habrán hecho lo
mejor por Ezequiel, y ahora no están conformes con él.
Ezequiel.
¿Por qué sentirme obligado a
verlo? Siempre fue una referencia lejana, nunca estuvo presente en mi vida, al
menos la de los últimos años.
El viento se levanta con
fuerza, el río, antes quieto, ahora se agita y me moja los pies. Vuelan hojas y
ramas. Tengo que irme antes que llueva si no quiero empaparme.
Tal vez así sea mi destino. Calmas y tormentas.
XV
Toda esa semana, la anterior a
mi cumpleaños, estuve ocupado con los preparativos de la fiesta. Mariano me
ayudó. Chequeó los invitados, nos acompañó a mi madre y a mí a hacer las
compras, se ofreció para ayudarnos a acomodar cuando se fueran todos, etc.
Su compañía en todo momento me
alivió mucho, estaba con él en el colegio, en el club, y en mi casa en mis
ratos libres. Durante esa semana, entre la ansiedad del cumpleaños y Mariano,
logré sacarme de la cabeza a Ezequiel.
Llegó el sábado y con él la
fiesta. Todo en orden.
—Hay comida como para un
regimiento —dijo mi abuela al entrar en casa antes del mediodía.
Ella siempre llegaba temprano a
mis cumpleaños, se quedaba a dormir y se volvía al campo temprano, la mañana
siguiente.
La comida consistía en
sandwiches de miga, salchichitas, empanadas, calentitos, chips, dips; todo
hecho por mi madre al igual que una enorme torta de chocolate, rellena con
dulce de leche, crema y merengue, decorada con frutillas.
El regimiento, que no era tal
sino mis cuarenta invitados de todos los años, entre compañeros del colegio y
del club, además de los parientes de rigor, arrasó con todo.
Antes de la fiesta mi madre, al
igual que en todas las reuniones anteriores que yo había hecho, se deshizo en
pedidos de cuidados fundamentalmente por sus plantas. Ella quería que uno a
uno, cuando llegaran les pidiera que tuvieran especial atención en no pisar
ninguna planta ni romperle las ramas al rosal, "se pueden lastimar con las
espinas", trataba de convencerme y de convencerse por su repentino interés
por la salud de mis amigos.
Obviamente que no hice ninguna
indicación a nadie, el noventa por ciento de los invitados vivían en casas con
jardines y tenían madres. Sabían que un pétalo caído es sinónimo de desmayo
maternal.
La fiesta transcurrió sin
ningún inconveniente, el parque resultó ileso, salvo que al gordo Fernando, un
compañero de rugby, se le cayó un vaso de coca-cola sobre el parquet, lo que es
sólo sinónimo de suspiro profundo.
Cuando se estaban yendo los primeros
invitados llegó Ezequiel, que nunca había venido a ninguno de mis cumpleaños
anteriores, y caminó despacio entre las miradas de asombro de los parientes y
las de curiosidad de mis amigos. Sólo la abuela lo miraba divertida.
—Te... te perdiste la torta —le
dije
—No importa. Feliz cumpleaños
—me dijo—. Toma, es para vos.
Y me dio un paquete, lo abrí. Era un compact
disc. De Dire Straits, "Brothers in arms".
—¿Hermanos en armas? —pregunté.
Me miró de arriba abajo y
sonrió.
—No, Hermanos abrazados.